Llama la atención la invisibilización de fenómenos migratorios que por sus dimensiones e impacto deberían ocupar lugares preponderantes, no sólo en la opinión pública sino también de las agendas de los Estados y organismos internacionales.
Un claro ejemplo de esto es la dramática situación que se vive en la denominada “Frontera olvidada” entre Panamá y Colombia, una línea sinuosa de 266 kilómetros de longitud, ubicada en una zona salvaje e inhóspita, que deja a merced de los peligros de la selva, el crimen organizado y los cárteles de la droga a miles de migrantes que intentan cruzar ese peligroso sector en su travesía hacia Estados Unidos.
Se trata del llamado Tapón de Darién, zona casi inaccesible por su altísima densidad selvática que interrumpe la extensa carretera panamericana y separa Centroamérica de la región sur del continente americano. Por sus peligros, misterios e historias, es considerado un lugar emblemático de la ruta de migrantes de todo el mundo, en su mayoría haitianos, africanos y cubanos, en su desesperada búsqueda por alcanzar el “sueño americano”.
Se conoce como “el Tapón”, pues al tratarse de un bloque selvático de 5.750 kilómetros cuadrados, ubicado entre la provincia panameña que le da su nombre y el Departamento del Chocó al norte de Colombia, sólo puede cruzarse por vía aérea o acuática y sirve de barrera natural entre ambas naciones. Además, el sector es calificado mundialmente como “la selva más peligrosa del mundo”.
La zona es tan agreste que sólo pudo ser recorrida en su totalidad por vía terrestre, entre 1959 y 1960, en una expedición conformada por el británico Richard Bevir y el australiano Terrence Whitfield, a bordo de una camioneta rústica de fabricación europea. Sin embargo, el vehículo sólo pudo hacer parte del trayecto, pues tuvieron que valerse de puentes improvisados y traslados en lanchas, para completar la travesía que tomó casi cinco meses y que concluyó el 13 de mayo de 1960. Bevir y Whitfield lograron lo que resultó imposible para los primeros exploradores españoles que arribaron a la zona en 1510, precisamente por lo denso de su vegetación y lo peligroso de su fauna, amenazas que aún hoy se ciernen sobre los centenares de migrantes que cruzan diariamente El Tapón para seguir hacia Estados Unidos.
En los últimos años, ha comenzado a hablarse un poco más del Tapón del Darién, no sólo por sus múltiples peligros, que van, como se ha advertido, desde feroces animales selváticos, plagas altamente violentas, el carácter infranqueable de su topografía, hasta sus riesgos por ser zona de narcotráfico y crimen organizado, sino también por los altos índices de movilidad humana que allí se registran en medio de la pandemia mundial y por el número de infantes que emprenden la peligrosa travesía, muchas veces sin acompañamiento, entre aguas sinuosas, zonas pantanosas y bosque selvático, en un recorrido que hoy en día puede realizarse en un período de siete a diez días. Parece poco, pero según los testimonios es una experiencia traumática.
De hecho, en el último informe sobre Migración extraregional en sudamérica y mesoamérica: Perfiles, experiencias y necesidades, publicado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en abril de 2020, el órgano recomienda mejorar la atención psicosocial posterior al cruce de la frontera selvática, pues “la población migrante, luego de cruzar el Tapón del Darién, presentó condiciones de vulnerabilidad, deterioro y afectación psicológica, además de la pérdida de sus recursos económicos para el viaje”.
En el mismo informe se señala que ese accidentado punto entre la frontera de Colombia y Panamá́, fue identificado por los migrantes como el lugar más riesgoso de su viaje debido a las condiciones geográficas y climáticas, así como por la presencia de redes de crimen organizado. “Asimismo, se observa un aumento preocupante en la cantidad de menores de 18 años en este paso”, reza el texto.
Según datos del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), en 2019, cerca de 24.000 migrantes de más de 50 nacionalidades, de países tan distantes como India, Somalia, Camerún, Congo y Bangladesh, cruzaron a pie el Tapón del Darién. De estos, el 16% eran niños y niñas en su mayoría menores de seis años.
Para Unicef, el factor más preocupante fue identificar que el número de niños y niñas migrando a través de esta ruta se multiplicó por siete en un año, pasando de 522 niños y niñas en 2018 a 3.956 en 2019. También se reportaron 411 mujeres en estado de gestación y 65 niños no acompañados. De enero a marzo de 2020 el Servicio Nacional de Migración de Panamá registró el ingreso 4.465 personas de los cuales 1.107 eran menores de 18 años.
“Resulta significativo el número de niños y niñas de nacionalidades chilena (411) y brasileña (192). El cierre de fronteras en Centroamérica por efecto del COVID-19 dejó a 2.522 personas extracontinentales en tránsito migratorio por Panamá confinados en las Estaciones de Recepción Migratoria (ERM), de estos el 27% son niños, niñas y adolescentes incluidos cuatro adolescentes no acompañados”, señala un reporte de la Oficina de Unicef en Panamá, publicado en abril de 2020.
Pero el drama de los migrantes y de los menores de edad que los acompañan no termina al cruzar la jungla y sortear sus peligros. No es casualidad que Unicef utilice el término “confinamiento” para identificar el estado de los más de 2.500 migrantes que ocupan las instalaciones de las ERM panameñas. En dichas dependencias del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront), específicamente en Puerto Peñita, los migrantes son retenidos mientras las autoridades migratorias coordinan con sus homólogos de Costa Rica la reanudación de su tránsito por ambos países. En ese punto de control, participan en entrevistas, toma de huellas digitales y otros registros biométricos, lo cual tomar hasta una semana, aunque algunas personas reportan que han estado un mes en espera y sin posibilidad de salir a la vista, debido a la gran cantidad de solicitudes y a que autoridades panameñas y costarricenses acordaron una cantidad limitada de autorizaciones diarias, según los informes recibidos por la OIM.
La tarea también se dificulta por las barreras impuestas por el lenguaje. Según datos oficiales del Servicio Nacional de Migración de Panamá, el 57% la población migrante en tránsito es de origen haitiano, muchos de ellos huyendo de la situación económica y política de su país. El resto (43%) proviene de África (22%) y Asia (17%), siendo el 4% restante de América del Sur, lo cual dificulta la atención de los movilizados.
La OIM reporta en el informe ya citado que “la falta de información sobre la procedencia de los migrantes y la barrera del lenguaje fueron obstáculos para la asistencia personalizada de los grupos por parte de las autoridades. Además, señalaron que en los centros se conglomeraban a personas de contextos culturales y educativos muy distintos, y que eso les generó en algunos casos, conflictos entre las personas migrantes, pues muchas de ellas preferían agruparse con personas de su misma nacionalidad”.
Es tan variada la procedencia que según un reporte del diario español El País, “en Bajo Chiquito, la comunidad indígena emberá que supone el primer contacto con algo parecido a la civilización tras días de caminata por la selva, el puesto del Senafront tiene una pizarra donde apunta las diferentes nacionalidades que van apareciendo: Congo, Bangladés, India, Camerún, Nepal, Angola, Pakistán, Burkina Faso, Sri Lanka, Eritrea, Guinea, Ghana, Sierra Leona…”. Estos ciudadanos, así como los haitianos, utilizan países como Ecuador para ingresar al continente americano para luego emprender su viaje a Estados Unidos o Canadá.
Crimen y muerte en la selva
A los peligros de la selva y debido al intenso tránsito de migrantes de todo el mundo que se registra en la zona, como se ha señalado, se une el riesgo provocado por el crimen organizado que opera en la región del Tapón de Darién.
Según la OIM, además de vulnerabilidad reportada, debido a las dificultades lingüísticas, de acceso a información y a servicios médicos, se detecta entre los migrantes casos de pérdida de dinero, documentos de identidad y de viaje, a causa de los hurtos que sufren durante su travesía por la selva. “La pérdida de estos documentos implicó dificultades para acceder a los servicios financieros, pues suele ser un requisito para recibir dinero. Según las personas entrevistadas, esto las obligó a tomar medidas diversas para acceder al dinero enviado por sus familiares o amigos, como solicitar que particulares realizaran la transacción, y esto aumentó su riesgo a sufrir estafas”, indica el informe de la OIM.
A esto se suman los peligros de la violencia criminal de delincuentes que se dedican al tráfico de personas, como abusos sexuales contra las mujeres migrantes y la desaparición de movilizados, estadísticas difíciles de calcular pues existen datos de la llegada de personas extranjeras a Panamá pero no del número que ingresa a la selva para emprender el cruce de la frontera.
Asimismo, la criminalidad en la región del Darién ha aumentado en la última década de manos de los cárteles de la droga, los cuales comenzaron a utilizar esta escabrosa ruta debido a la intensificación de la vigilancia en otros corredores anteriormente utilizados y como remanente de las mafias colombianas que se han concentrado en otras formas de transporte.
“Aquí vienen los narcotraficantes. Ellos le ofrecen considerables sumas de dinero a nuestros jóvenes para trabajar”, señaló en 2014 a la BBC Trino Quintana, jefe de la etnia Emberá, que habita un área ubicada en la región de Yaviza y la parte norte del Tapón del Darién, un territorio indígena semiautónomo.
Abandono de las autoridades y la solidaridad
Con el título “Darién: cruce fronterizo que sigue causando la muerte de migrantes”, en junio de 2021, el diario La Estrella de Panamá reportó las últimas muertes de migrantes registradas entre abril y mayo de este año, debido a las peligrosas condiciones de la selva.
El 30 de mayo de 2021, en las orillas del río Marraganti, en la comarca emberá Wounaan (Panamá), fueron encontradas por el Senafront tres víctimas. En abril, otros cuatros cadáveres fueron localizados en el río Turquesa, entre las comarcas Wargandi y Wounann, en la región selvática de Darién. Todas las víctimas, según las autoridades, perecieron por inmersión. Sin embargo, tampoco es posible calcular, como se ha mencionado, las desapariciones por violencia criminal y por enfermedades causadas por la precariedad del clima de la región.
Según la OIM, el 20% de los entrevistados del lado panameño reportó haber sufrido hambre y sed durante la travesía y el 77% señaló́ que sus hijos e hijas padecieron de alguna afección de salud durante el trayecto, principalmente infecciones gastrointestinales, erupciones cutáneas y fiebre.
En definitiva, la múltiples fallas registradas en la atención de los migrantes extraterritoriales en la frontera colombo-panameña, unido a los altísimos riesgos de la selva del Darién y las amenazas del crimen organizado, hacen de este grupo de movilizados un sector altamente vulnerable, el cual sigue experimentando un peligroso silencio mediático o, al menos, un tímido tratamiento noticioso, para favorecer otros temas que resultan beneficiosos para imponer políticas migratorias más radicales o para la frenética búsqueda de financiamiento en otras áreas de la gestión migratoria como la securitización y vigilancia fronteriza.
“Y nadie los está ayudando. Les cobran sobreprecios, los maltratan, duermen en las calles y van de la mano de coyotes vinculados a grupos armados. Sin embargo, acá no se ve rastro de organizaciones humanitarias ni del Estado”, concluye un reportaje de BBC Mundo sobre los migrantes que intentan cruzar la “selva más peligrosa del mundo”: El Tapón del Darién.